El 9 de diciembre celebramos la fiesta de San Juan Diego, el converso indígena quien fue visitado por Nuestra Señora de Guadalupe.
En 1474, 50 años antes de que recibiera el nombre “Juan Diego” en su bautismo, un niño llamado Cuauhtlatoatzin – que significa “él que habla como águila” – nació en el valle de Anahuac en México. Aunque creció en la cultura Azteca según las tradiciones paganas, Cuauhtlatoatzin ya experimentaba una vida mística mucho antes de escuchar el Evangelio de los misioneros franciscanos.
En 1524 Cuauhtlatoatzin y su esposa fueron bautizados en la Iglesia Católica. El campesino ahora llamado “Juan Diego” se comprometió a su fe nueva. Caminaba con frecuencia una larga distancia para recibir la catequesis. En diciembre de 1531 recibió un milagro que cambió el mundo.
El 9 de diciembre, Juan Diego andaba con prisa cuando la Virgen se le apareció. En el dialecto de Juan Diego (Náhuatl), la mujer vestida de luz se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, que tiene el honor y la dicha de ser Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, el Dueño del cielo, el Dueño de la tierra.”
Ella continuó, “Mucho quiero, mucho deseo, que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto, lo entregaré a las gentes en todo mi amor personal, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que es mi salvación.”
“En verdad, yo me honro en ser tu madre compasiva, tuya y de todos los hombres que vivís juntos en esta tierra, y también de todas las demás variadas estirpes de hombres, los que me amen; los que me llamen, los que me busquen, los que confíen en mí.”
Le instruyó a Juan Diego que pidiera al obispo que se edificara una iglesia dedicada a ella y a su hijo Jesucristo en el sitio de un templo pagano difunto.
El obispo Juan de Zumárraga tomó con cautela las palabras que Juan Diego le había contado de la Virgen. Juan Diego le aseguró que pudiera dar prueba de la aparición, pero primero tenía que cuidar a su tío que estaba enfermo.
El 12 de diciembre Juan Diego anduvo en camino a la iglesia en busca de un sacerdote para su tío cuando se le apareció la Virgen de nuevo. Ella le prometió la sanación de su tío y le otorgó un cargo para el obispo.
Aunque era invierno aparecieron rosas y otras flores en la colina donde se encontraron la primera vez. Juan Diego recogió las flores y las llevó a la Virgen, quien las puso en su tilma. Ella le instruyó que no la abriera hasta que llegara a la casa del obispo.
Cuando Juan Diego llegó a la casa del obispo y abrió su tilma, el obispo Zumárraga tuvo su propio encuentro con la Virgen de Guadalupe. Por milagro, su imagen estaba impresa en la tela. Hoy la tilma está en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México.
El milagro que proclamó el Evangelio a millones de mexicanos también afectó profundamente la vida de Juan Diego. Por muchos años después, vivió una vida de oración y retiro. Trabajaba en una ermita a lado de la iglesia donde la imagen fue expuesta. Al morir el 9 de diciembre 1548, el lugar de la aparición ya era un lugar de peregrinación para muchas personas.
San Juan Diego fue beatificado por el Santo Papa Juan Pablo II en 1990 y fue canonizado en 2002.
Rosas de Castilla
El obispo Zumárraga escribió al rey Carlos V en 1529, “Si Dios no mejora acá la situación lo más pronto posible, esta tierra se perderá para siempre.” Se dice que el obispo pidió la intercesión de la Virgen Santísima y que la señal que indicaría la respuesta a esta intercesión por Dios venga en forma de rosas de su tierra natal de Castilla. Estando en México, le hacía falta la presencia de las rosas de su país.
Refleje sobre las palabras de San Juan Diego y Nuestra Señora de Guadalupe:
Juan Diego
“Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de ella.
“Y ahora, iré de prisa a tu venerable casa de México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, a uno de nuestros sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a dejarlo preparado.
“Porque en realidad para esto nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte.
“Mas, si voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu venerable aliento, tu venerable palabra, Señora, Muchachita mía.
“Perdóname, todavía tenme un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la más pequeña, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.”
Nuestra Señora de Guadalupe
“Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante y aflictiva.
“¿No estoy yo aquí, que tengo el honor y la dicha de ser tu madre?
“¿No estás bajo mi sombra y resguardo?
“¿No soy yo la fuente de tu alegría?
“¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?
“¿Acaso tienes necesidad de alguna otra cosa?”