Desde los tiempos del Antiguo Testamento, los judíos han dado testimonio de una Pascua perpetua (Ex 12, 14). Muchos siglos antes que el padre Abrahán iniciara su camino de fe, las tribus nómadas del mundo mediterráneo asentaban a sus rebaños por los ríos de Caldea, Canaán y Egipto. Nuestros padres en la fe, gente sin tierra propia, acostumbrada a leyes y ritos de alianza con los monarcas locales, celebraban la fiesta de su pacto con Dios cuando la exuberancia de la primavera parecía indicarles que el Creador recordaba con signos de fertilidad el aniversario del comienzo del mundo. Reu- nidos en torno a la hoguera relataban las historias y experiencias vividas que siglos después irían formando el rico tejido de la tradición escrita de la Sagrada Escritura. Junto al fuego, compartían el banquete de un cordero que había sido ofrecido al Señor. Era un sacrificio de comunión celebrado la noche de la luna llena del equi- noccio de la primavera. (USCCB – La gran fiesta: origen y sentido del Triduo Pascual).
El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn. 1, 29), el mismo corazón de Dios, nos invita a acercarnos más a su Padre por medio de la conmemoración del sacrificio y la celebración de la misa (Lc 22, 7-20). Esta invitación se extiende a todos según los designios de Dios y es una que también abre la puerta a los misterios.
El Misterio Pascual, centro del año litúrgico, es celebrado el viernes, sábado y domingo desde la antigüedad. El Señor resucitó el primer día de la semana hebrai- ca (nuestro domingo), día en que, según el relato bíblico, Dios había comenzado su obra creando la luz y separándola de las tinieblas. Ya hacia el siglo II los cristianos celebraban esta pascua anual después de dos días de ayuno (viernes y sábado) que dieron origen al santo triduo, puesto que el número tres en la mente semita evocaba la acción y la presencia poderosa de Dios. (USCCB – La gran fiesta: origen y sentido del Triduo Pascual).
I. El Padre, fuente y fin de la liturgia
Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. (CIC, 1079). Las bendiciones divinas se manifiestan en aconte-
cimientos maravillosos y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Éxodo), el don de la Tierra prometida, la elección de David, la presencia de Dios en el templo, el exilio purificador y el retorno de un “pequeño resto”. La Ley, los Profetas y los Salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan a la vez estas bendiciones divinas y responden a ellas con las bendiciones de alabanza y de acción de gracias. (CIC, 1081).
II. La obra de Cristo en la liturgia: Cristo glorificado…
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida. (CIC, 1085).
III. El Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia
El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba “preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza” (LG, 2), la liturgia de la Iglesia conserva como una parte integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la Antigua Alianza:
- principalmente la lectura del Antiguo
Testamento; - la oración de los Salmos;
- y sobre todo la memoria de los aconte- cimientos salvíficos y de las realidades signi- ficativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de Cristo (la Promesa y la Alianza; el Éxodo y la Pascua; el Reino y el Templo; el Exilio y el Retorno). (CIC, 1093).
Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13- 49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis “tipológica”, porque revela la novedad de Cristo a partir de “figuras” (tipos) que lo anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3, 21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía “el verdadero Pan del Cielo” (Jn 6,32). (CIC, 1094).
Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la salvación en el “hoy” de su Liturgia. Pero esto exige también que la catequesis ayude a los fieles a abrirse a esta inteligencia “espiritual” de la economía de la salvación, tal como la liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir. (CIC, 1095)
Liturgia judía y la liturgia cristiana
Un mejor conocimiento de la fe y la vida religiosa del pueblo judío tal como son profesadas y vividas aún hoy puede ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la liturgia cristiana. Para los judíos y para los cristianos la Sagrada Escritura es una parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la Palabra de Dios, la respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de intercesión por los vivos y los difuntos, el recurso a la misericordia divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen en la oración judía. La oración de las Horas, y otros textos y formularios litúrgicos tienen sus paralelos también en ella, igual que las mismas fórmulas de nuestras oraciones más venerables, por ejemplo, el Padre Nuestro. Las plegarias eucarísticas se inspiran también en modelos de la tradición judía. La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, pero también la diferencia de sus contenidos, son particularmente visibles en las grandes fiestas del año litúrgico como la Pascua. Los cristianos y los judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, orientada hacia el porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación definitiva. (CIC, 1096).
El Espíritu Santo actualiza el misterio de Cristo
La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio. (CIC, 1104).
Hoy en día, la historia de Jesús y el plan de salvación de Dios contiene todas las verdades y todos los hechos necesarios para guiarnos en nuestro camino espiritual no solo con el acompañamiento de la oración y el ayuno sino también la participación activa en los sacramentos y en la vida de la Iglesia. El misterio pascual es la piedra que nos lanza hacia un entendimiento divino de Dios que solo se puede discernir según los dones otorgados a uno por medio del Espíritu Santo. Es importante no quedarnos estáticos en la rutina diaria y olvidarnos de que tenemos y creemos en un Jesús resucitado que venció la muerte y está sentado a la derecha del Padre. Esto lo proclamamos en la misa cada domingo y esto lo vivimos cada día en nuestras palabras y en nuestras obras.